El Gran Presidente se sentó dentro de la Cámara del Concilio
del Señor y allí discutió el plan de Dios para todos los hijos de los hombres,
que son los hijos de Dios. El Maestro permanecía a su derecha y escuchaba sus
palabras. Y Hércules descansaba de sus trabajos.
Y el Gran Presidente, dentro de la Cámara del Concilio del
Señor, observaba el reposo del cansado guerrero y vigilaba sus pensamientos. Él
le dijo entonces al Maestro que se mantenía a su lado dentro de la Cámara del
Concilio del Señor:
"El tiempo para un terrible
trabajo se acerca ahora. Este hombre, que es un hijo de hombre y no obstante un
hijo de Dios, debe ser preparado. Que mire las armas que posee y que pula
brillante su escudo, y que sumerja sus flechas en una mezcla letal, pues
horrible y espantoso es el trabajo que tiene por delante. Que se prepare".
Pero Hércules, descansando de sus trabajos, no tenía noticia
de la prueba que estaba por delante. Sentía fuerte su coraje. Descansaba de sus
trabajos, y una y otra vez más allá del cuarto Portal perseguía la gama sagrada
claramente hasta el templo del Señor. Llegó el tiempo en que la tímida cierva
conoció bien al cazador que la perseguía, y gentilmente acudió a una orden
suya. Así una y otra vez, él colocaba a la gama sobre su corazón y buscaba el
templo del Señor. Así descansaba.
Delante del quinto gran Portal se erguía Hércules, armado
hasta los dientes con todos los obsequios de guerra y de guerreros, y mientras
él se erguía los vigilantes dioses observaban su firme paso, su ojo ansioso, su
mano pronta. Pero en lo profundo de su corazón se preguntaba:
"¿Qué hago yo aquí?”, "¿Cuál es la prueba y por qué busco
pasar este Portal?”, y hablando así escuchaba, esperando oír una voz. “¡Qué
hago aquí, Oh, Maestro de mi vida, armado, como tú vez, con todos los pertrechos
de guerra? ¿Qué hago yo aquí?"
"Una llamada ha sonado, Hércules, una llamada de profundo dolor,
tus oídos exteriores no han respondido a esa llamada, y no obstante el oído
interior conoce bien la necesidad, pues él ha oído una voz, sí, muchas voces,
diciéndote la necesidad, el apremio de que tú te arriesgues. La gente de Nemea
busca tu ayuda. Ellos están en profunda angustia. La noticia de tus proezas se
ha hecho pública. Piden que tú mates al León que devasta su región, tomando sus
víctimas entre los hombres".
"¿Es ése el
salvaje ruido que oigo?”, preguntó Hércules. "¿Es el rugido de un león lo que oigo, en el aire vespertino?”.
El Maestro dijo: "Ve,
busca al león que asola la región situada en la parte más distante del quinto
Portal. La gente de esta asolada comarca vive silenciosamente detrás de sus
puertas con cerrojo, no se aventura a salir a sus tareas, ni cultivan su
tierra, ni siembran. De norte a sur, de este a oeste el león merodea, y
acechando captura a todo aquél que cruza su camino. Su espantoso rugido se oye
a lo largo de la noche y todos están temblando detrás de sus puertas
atrancadas. ¿Qué harás, Oh Hércules? ¿Qué harás?”.
Y Hércules, prestando oídos, respondió a la necesidad. En el
lado más cercano del gran Portal que custodia firme la región de Nemea, dejó
caer las armas de guerra, reteniendo el garrote, cortado por sus manos de un
árbol joven y primaveral.
"¿Qué haces ahora, oh hijo del hombre, que eres asimismo un hijo
de Dios? ¿Dónde están tus armas y dónde tu fuerte protección?” "Este
admirable conjunto de armas sólo me oprime, demora mi velocidad y obstruye mi
marcha en el camino. No necesitaré nada sino mi fornida maza, y con esta clava
y mi intrépido corazón, iré por mi camino a buscar al león. Envía a decir a la
gente de Nemea que voy por el Camino, y diles que desechen su temor".
* * *
De un lugar a otro pasó Hércules, buscando al león. Encontró
a las gentes de Nemea, escondidas detrás de sus puertas con cerrojo, excepto
unos pocos afuera que se aventuraban a causa de la necesidad o la
desesperación. Ellos andaban por el camino a la luz del día, aunque llenos de
temor.
Dieron la bienvenida a Hércules con alegría al principio,
después con preguntas, cuando vieron su manera de viajar; sin armas, con
escasos conocimientos de las costumbres del león, y nada, excepto un quebradizo
garrote de madera.
"¿Dónde están tus armas, Oh, Hércules? ¿No tienes miedo? ¿Por qué
buscas al león sin protección? Ve a procurar tus armas y tu escudo. El león es
feroz y fuerte, y a gran multitud ha devorado. ¿Por qué correr este riesgo? Ve
a buscar tus armas y panoplia de poder".
Pero silenciosamente, sin responder, el hijo del hombre, que
era el hijo de Dios, siguió por el Camino, buscando las huellas del león y
siguiendo su voz.
"¿Dónde está el
león?”, preguntaba Hércules. "El
león está aquí”, llegaba la respuesta. "No,
allí", se imponía una voz de miedo. "No es verdad" replicaba una tercera, "Yo escuché su rugido cerca de la
desierta montaña esta semana". "Y yo, también, cerca de este valle
donde estamos". Y todavía otra decía: "Yo vi sus huellas sobre el sendero por el que caminé, de modo
que, Hércules, escucha mi voz y síguele la pista hasta su guarida".
* * *
Así prosiguió Hércules su camino, ansioso pero sin miedo;
solo, no obstante acompañado, pues en la huella él seguía a otros y era
seguido, con esperanza y tembloroso espanto. Durante días y muchas noches
exploró el Camino y prestó oídos al rugido del león mientras la gente de Nemea
se agazapaba tras las puertas cerradas.
De repente vio al león. Estaba parado a la orilla de un
espeso matorral. Viendo a un enemigo que se acercaba y que parecía
completamente sin temor, el león rugió, y con su rugido los arbustos se
sacudieron, las gentes de Nemea huyeron y Hércules permaneció inmóvil.
Hércules empuñó su arco y su estuche de flechas y con mano
segura y ojo experto apuntó una flecha al lomo del león. La flecha se dirigió
directo al blanco. La flecha cayó sobre la tierra y falló, no atravesó el lomo
del león. De nuevo, y aún otra vez disparó sus flechas sobre el león hasta que
no quedó ni una flecha en su carcaj. Entonces el león vino hacia él ileso y
enfurecido de rabia, completamente sin temor. Arrojando su arco sobre la
tierra, el hijo del hombre, que es un hijo de Dios, se abalanzó con un alarido
salvaje hacia el león que estaba en la Senda, bloqueando su camino, asombrado
de la proeza con la cual hasta entonces no se había enfrentado. Pues Hércules
avanzaba. Repentinamente el león se volvió y se precipitó dentro de un
matorral, en las laderas rocosas del camino de la abrupta montaña.
Y así continuaron los dos. Y repentinamente mientras iba por
el Camino, el león desapareció y no se lo vio ni oyó más.
Hércules se detuvo en el Camino y permaneció silencioso.
Buscaba por todos lados, empuñando su firme garrote, el arma que él mismo había
hecho, el obsequio que se había dado en días ya pasados, su confiable clava.
Por todos lados buscaba; pasaba por todos los caminos, yendo de un punto a otro
sobre la angosta senda que corría por el costado de la montaña. De repente se
acercó a una cueva y desde la cueva llegó un fuerte rugido, una voz salvaje,
sorda y retumbante que parecía decirle que se detuviera o perdería su vida. Y
Hércules permaneció quieto, gritando a las gentes de la región:
"El león está aquí, observen la hazaña que haré".
Y Hércules, que es un hijo de hombre y sin embargo un hijo
de Dios, entró a esa cueva y atravesó toda su extensión oscura hacia la luz del
día y no encontró al león, sólo otra abertura que conducía a la luz del día. Y
mientras estaba en suspenso, oyó al león detrás suyo, no delante.
"¿Qué haré?”,
se preguntó Hércules, "esta cueva
tiene dos aberturas y mientras yo entro por una el león sale y entra por la que
he dejado atrás. ¿Qué haré? Las armas no me sirven. ¿Cómo matar este león y
salvar a la gente de sus dientes, ¿Qué haré?”.
Y mientras buscaba el medio de hacer algo y escuchaba el
rugido del león, vio haces de leña y palos tirados en gran profusión al alcance
de su mano. Tirando de ellos hacia sí, arrastrándolos con todas sus fuerzas,
colocó el montón de palos y haces de pequeñas ramas dentro de la abertura que
estaba cerca y las amontonó allí, bloqueando el camino a la luz del día, para
entrar y salir, y encerrándose él y encerrando al feroz león dentro de la
cueva. Entonces se volvió y enfrentó al león.
Con sus manos lo apresó, estrechándolo apretadamente y
ahogándolo. Cerca de su rostro tenía el resuello y resoplido del león. Pero sin
embargo sostuvo su garganta y lo estranguló. Más y más débiles se volvían los
rugidos de odio y temor; más y más débil se volvía el enemigo del hombre; cada
vez más se abatía el león, pero Hércules lo sostenía. Y así lo mató con sus dos
manos, sin sus armas y con su propia admirable fuerza.
Mató al león y lo despojó de su piel, mostrándola a las
gentes que no podían entrar en la cueva. "El león está muerto” gritaban,
"el león está muerto. Ahora podemos vivir y labrar nuestras tierras y
sembrar las semillas que necesitamos y vivir en paz. El león está muerto y
grande es nuestro liberador, el hijo del hombre, que es un hijo de Dios,
llamado Hércules".
* * *
Así Hércules retornó triunfante a Aquel que lo envió para
probar su fuerza, para servir y satisfacer la necesidad de aquellos que se
encontraban en horrible angustia. Colocó la piel del león bajo los pies del que
era el Maestro de su vida, y obtuvo permiso para usar la piel en lugar de la ya
gastada y usada.
"La hazaña está hecha. La gente ahora está libre. No hay temor. El
león ha muerto. Con mis propias manos yo estrangulé al león y lo maté".
"De nuevo, Oh Hércules, mataste un león. Otra vez lo estrangulaste.
El león y las serpientes deben ser matados repetidas veces. Bien hecho, hijo
mío, ve y descansa en paz con aquéllos que has liberado del temor.
El quinto trabajo ha terminado y voy a decírselo al Gran Presidente,
que está sentado esperando en la Cámara del Concilio del Señor. Descansa en
paz".
Y de la Cámara del Concilio llegó la voz: Yo Se.
El Tibetano